Los discursos parlamentarios de Práxedes Mateo-Sagasta

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1686
Legislatura: 1901-1902 (Cortes de 1901 a 1903)
Sesión: 18 de julio de 1901
Cámara: Congreso de los Diputados
Discurso / Réplica: Réplica
Número y páginas del Diario de Sesiones: 32, 725-729
Tema: Causas y problemas de la última crisis y solución

El Sr. PRESIDENTE: El Sr. Presidente del Consejo de Ministros tiene la palabra.

El Sr. Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Sagasta): Señores Diputados, son tantas, tan diversas y tan importantes las cuestiones que se han debatido en esta larga discusión, y han sido tratadas por oradores tan distinguidos y con tanta ilustración en el fondo y tal brillantez en la forma, que si no fuera por ineludible deber, yo no me arriesgaría a hacer el acostumbrado resumen, siempre difícil en este género de debates; pero más difícil en el que está para terminar, en el que tanta fortuna han tenido los oradores que en él han tomado parte, incluso aquél que al debutar en estas lides parlamentarias ha empezado por donde concluyen los más victoriosos en esta noble lucha de la inteligencia, del saber y de la palabra (Muy bien), viniendo a honrar todavía la tribuna española, por tan insignes oradores enaltecida.

Afortunadamente para mí, lo mismo los individuos de la comisión que mis compañeros de Gabinete que han tomado parte en este debate, me han desembarazado el camino porque han intervenido en él con una oportunidad que yo no tengo ya, y con medios y recursos de que carezco, facilitando de tal manera mi tarea, que casi casi puede quedar reducida a exponer, no a discutir, aquellos puntos culminantes del debate que unos y otros oradores han discutido con tanta brillantez.

Voy a empezar, y procuraré la mayor brevedad porque me hallo bajo la presión de la hora y del calor, voy a empezar por la última crisis ministerial, de la cual yo no me ocuparía si no fuera por ciertas indicaciones hechas por el Sr. Silvela, y antes insinuadas por el Sr. Maura, que yo considero verdaderamente indirectas en labios tan autorizados como los de SS. SS.

La última crisis no tuvo nada de particular como crisis política, y ocurrió como han ocurrido aquí la mayor parte de ellas. ¿Qué Gobierno recuerda el señor Maura que haya venido a este banco traído por los laureles de la victoria ni por un gran triunfo parlamentario? ¿Cuándo ha visto eso S. S.? ¿Cuándo lo ha visto el Sr. Silvela? Se necesita estar completamente desmemoriado para decir lo que el Sr. Silvela ha dicho aquí; por eso, ya que el Sr. Silvela ha perdido hasta tal punto la memoria, yo procuraré írsela despertando.

El partido conservador cayó del poder porque no podía continuar en él, y lo milagroso fue que durara el tiempo que duró. El partido conservador se constituyó con una amalgama verdaderamente incomprensible, y sólo pudo sostenerse a fuerza de remiendos y de retazos, hasta el punto de que en menos de diecisiete meses tuvo seis crisis parciales, y en tales condiciones, su situación era insostenible. La menor dificultad debía dar motivo para su descomposición y su muerte, y así sucedió. Sobrevino una dificultad; pero no de esas que producen el peligro de la libertad o de las instituciones o de la Patria, no, sino una dificultad provocada por una incompatibilidad personal, y esa dificultad, producida por una incompatibilidad personal, bastó y sobró para que aquello se derrumbara y cayese el Gobierno de la unión conservadora a los dieciocho meses, cuando hacía nuevas promesas de realizar el pomposo programa que tenía, y cuando anunciaba (creo que ya era tiempo) que había de llevar a la práctica grandes reformas para todo el año 1902.

Esa dificultad echó por tierra todas aquellas arrogancias, y aquel edificio tan soberbio y aquel castillo tan altivo cayeron al suelo, dando lugar, señores Diputados, a una de las crisis más extraordinarias que se han visto en este país, crisis que no fue sólo ministerial, sino del partido de unión conservadora; y así, la unión conservadora, que empezó con tan buenos auspicios, acabó por el más tremendo de los fracasos.

Pues bien, desde entonces, ya no hubo para el partido de la unión conservadora momento de reposo; como que había hecho verdaderamente crisis.

El Sr. Silvela salió del poder, y le reemplazó, como ha dicho muy bien el Sr. Romero Robledo, el señor general Azcárraga. Y al poco tiempo, no por dificultades que le pusieran las oposiciones, no por impaciencias del partido liberal, como S. S. ha supuesto, sino por dificultades que le salían al paso, creadas por sus propios correligionarios y amigos, es lo cierto que no tuvo fuerza para resistirlas y dejó el poder.

Volvió el Sr. Azcárraga a ser llamado para formar Ministerio, y ya no le pudo formar. Entonces vino el Sr. Villaverde, y tampoco logró realizarlo y no pudiendo formar situación el Sr. Villaverde ni el Sr. Azcárraga, se apeló a todo género de combinaciones y se barajaron todos los nombres de los personajes más conspicuos del partido conservador en sus infinitos matices, y no hubo combinación que no se intentara y que no fracasara y sonaron los nombres del Sr. Silvela, del Sr. Pidal, del Sr. Azcárraga, del Sr. Villaverde, del Sr. Duque de Tetuán, del señor Romero Robledo, y hasta sonó el nombre del señor Gamazo. (Risas) ¿Y qué había de resultar más que lo que resultó? Que era imposible toda combinación porque no se entendían los hombres del partido conservador porque el partido conservador estaba descompuesto y maltrecho. ¿Qué había de resultar más que lo que resultó? Que era imposible toda combinación porque no se entendían los hombres del partido conservador porque el partido conservador estaba descompuesto y maltrecho. ¿Qué había de suceder sino lo que sucedió, cuando la Corona se encontraba imposibilitada de continuar sosteniendo en el poder el partido conservador? El partido de unión conservadora cayó, dando lugar a una crisis la más larga que ha habitado en nuestro país. ¡Y el Sr. Silvela se extraña de que fuera llamado al poder el partido liberal! ¿Pues qué partido había de ser llamado, si el conservador había fracasado en todas sus combinaciones y matices, si los hombres del partido más o menos ortodoxos ya no habían podido formar Gobierno porque se lo impedían los unos a los otros? ¿Qué había de hacer el partido liberal, viendo que era imposible toda combinación dentro del partido conservador? ¿Quería S. S. que dejásemos abandonado el poder en el arroyo? (Muy bien.)

Cayó, pues, el partido conservador porque no [725] podía continuar, por haberse inutilizado; y, a consecuencia de esto, subió el partido liberal. De ello, ¿qué culpa tiene el partido liberal, que no manifestó impaciencia alguna? ¿Por qué no accedió S. S. a la solución de que continuase el general Azcárraga siendo Presidente del Consejo de Ministros? ¿Por qué no apoyó después al Sr. Villaverde para que continuase el partido en el poder? Porque, después de ensayar S. S. el poder, ya no podía volver a él, a no ser que S. S. tome este sitio para venir a él o para dejarlo como se toma un tren de recreo, con billete de ida y vuelta. (Risas.)

Si S. S. estaba descartado y los demás personajes de la unión conservadora no pudieron formar Gabinete, ¿a quién hace S. S. responsable? El responsable, en todo caso sería S. S.

Y voy ahora a ocuparme un poco de la cuestión electoral, porque el Sr. Maura, que es una persona muy estimable y a quien yo profeso afecto y respeto por su talento clarísimo, por su viva inteligencia, por su palabra admirable, no tiene más que un defecto para mí: que le falta el sentido de la medida. Dice cosas extraordinarias, muy buenas, pero algunas veces tan exageradas, tan fuera de lo justo y de lo esperado, que, francamente, en casos como el del otro día la misma exageración quita todo efecto a sus brillantes pensamientos y a las luminosas ideas de S. S.

En esto el Sr. Silvela, con la intención que le distingue, acompañaba a S. S. al suponer que el Gobierno había perseguido de una manera sañuda a ciertos elementos de la Cámara en las elecciones. El Sr. Maura atribuye esto, no a las alturas del Gobierno, que con ser ya muy elevadas, no lo son bastante sin duda para S. S., sino que busca otras mayores, y por eso es necesario que diga yo algo acerca de esto, aunque muy poco, porque ya he indicado antes que, más que a discutir, vengo a exponer; pero no puedo dejar pasar sin protesta el que S. S., tan injustamente, atribuya ciertas cosas a personalidades a quienes S. S. no debía nombrar más que para respetarlas, como las respetamos, no ya los que somos monárquicos, sino los que son simplemente españoles. (Muy bien, muy bien.)

Ha pasado con S. S. y aquellas fuerzas a que el Sr. Silvela se refería, lo que es natural, lo que no puede menos de suceder, se trata de una disidencia, y las disidencias encuentran un gran vacío en el cuerpo electoral. Mientras no eran disidentes los individuos que las forman, contaban naturalmente con el voto y con el apoyo de sus correligionarios del partido entero? Se separan, y no sólo se separan, que para ello su razón habrán tenido; sino que además de separarse, se han convertido en los mayores enemigos, en los más acérrimos enemigos de aquellos que fueron correligionarios, cuando sus correligionarios no los atacaban ni siquiera discutían su representación, y crean además un órgano en la prensa con el sólo objeto de combatirnos a mí y a mi partido. Y en tanto mi partido y yo hemos tenido la paciencia de sufrir los ataques sin quejarnos siquiera porque lo primero que hice yo fue recomendar a todos aquellos órganos en la prensa que pueden oír mis indicaciones, que jamás se metieran con los que habían sido nuestros correligionarios y amigos, ni siquiera para defendernos.

En este estado las cosas, vinieron las elecciones; y, claro está, esos individuos que antes, contando con el apoyo y con los votos de sus antiguos correligionarios venían al Congreso, se han encontrado con que los que eran sus correligionarios los recibían con hostilidad; y como los demás partidos no estaban interesados en su triunfo, se encontraron con que en los distritos donde antes obtuvieron fácilmente la victoria, ahora tenían que vencer grandes dificultades. Pero el Gobierno, de eso no ha tenido la culpa; en todo caso, de ellos será toda la responsabilidad. Así es que el Sr. Silvela se guardaba muy bien de decir lo que había ocurrido en las elecciones en general, porque el Sr. Silvela, que ha luchado nada menos que en 115 ó en 120 distritos, no tenía nada que decir de ellos, por la sencilla razón de que contando el Sr. Silvela con el apoyo de su partido y con elementos propios, sus candidatos han podido luchar en condiciones ventajosas, aunque claro está que con favorable o adversa fortuna, y unos han triunfado y otros han sido vencidos.

Y sobre este punto, tengo que decir al Sr. Paraíso que ha estado también muy injusto atribuyendo al Gobierno persecuciones que no han sufrido ni él ni sus amigos. Lo que ha pasado con el Sr. Paraíso y sus amigos es que no están apoyados por un partido; y SS. SS. no podían estarlo por ninguno, puesto que de todos reniegan y a todos maldicen. ¿Qué apoyo habían de encontrar en los partidos políticos, con la idea que de esos partidos tienen? Demasiado número de individuos de la unión nacional han venido luchando en esas condiciones. (Risas.) No han venido más, porque no sólo han ido a la lucha electoral contra todos los partidos políticos, sino que además han ido divididos porque yo debo declarar, aunque lo sienta mucho, que SS. SS., que por lo visto pretenden formar un nuevo partido como todos los demás, empiezan por donde acaban los partidos: por estar más divididos que a los mismos a quienes censuran. ¡Señores, si ha habido distrito en donde no ha vencido uno de la unión nacional, porque se ha encontrado luchando frente a otro de la unión nacional! Eso ha sucedido en algunos distritos. No ha sido pues, justo el Sr. Paraíso, al atribuir al Gobierno la culpa de que no vinieran más correligionarios suyos; al contrario; el Gobierno hubiera deseado que vinieran más porque no sólo esto no le perjudicaba, sino que le favorecía, porque deseaba oír las aspiraciones de la unión nacional y deseaba que tuvieran aquí más importancia de la que tienen, claro está que por el número, pues por las personas la tienen muy grande.

Y voy ahora a hacer lo que llamaba el Sr. Silvela un índice, aunque creo que lo haré más breve que el de S. S. para que no me quede nada por decir ni nada en que el Gobierno no descubra y ponga de manifiesto sus propósitos.

En la cuestión política tengo poco que decir porque, en realidad, la cuestión política, en su esencia, está resuelta.

Ningún pueblo, en lo referente a la concesión de derechos y a la conquista de libertades, ha ido más allá que el pueblo español. Lo que hay es que tenemos mucho que envidiar a algunos respecto al ejercicio de estos derechos y a la práctica de aquellas libertades. Una vez que el Gobierno español se propone corregir los defectos que la experiencia haya [726] demostrado en nuestras leyes políticas, subsanar las deficiencias que esa misma experiencia haya puesto de manifiesto, con sólo eso, y procurar que gobernantes y gobernados lleven la mayor sinceridad al cumplimiento y a la ejecución de las leyes, está resuelto realmente el problema político en su esencia, gracias a los infinitos esfuerzos y a los grandes sacrificios del partido liberal en las tres cuartas partes del siglo que acaba de transcurrir.

Pues bien; resuelto el problema político, hora es ya de que fijemos nuestra atención en el fomento y desarrollo de los intereses materiales del país, dando la preferencia a la completa reconstitución de nuestra Hacienda, por medio de la resolución del problema económico, fundado, y aquí voy a contestar al señor Paraíso principalmente, para que vea que no sólo la unión nacional es la que tiene buenas ideas en la cuestión económica, sino que también las tenemos los partidos de que abomina, fundado, repito, en la disminución de los gastos, en cuanto lo permita una inteligente reorganización de los servicios públicos, en la mejora de los tributos, sin aumentar la tributación ya excesivamente pesada para el contribuyente, en la buena distribución, llevando la equidad a los tributos a fin de que no se exima nadie de la tributación y que nadie pague tampoco más de lo que le corresponda con arreglo a sus recursos, y en la mejor distribución de los gastos, no escatimando lo preciso, pero prescindiendo de todo lo superfluo.

Con esto, y con ofrecer a los acreedores del Estado la mayor puntualidad en el cumplimiento de los compromisos que el Gobierno tiene con ellos, está dicho en pocas palabras, en una síntesis brevísima, cuál es el pensamiento económico del Gobierno, que está dispuesto a realizar con la mayor energía y tan pronto como realizó, a su tiempo, el problema político. Eso, como he dicho en otra ocasión, permitiría la marcha regular del Estado, pero nos haría continuar en el gran retraso en que estamos respecto de las demás naciones de Europa. Porque hemos perdido tanto tiempo, hemos gastado tanta sangre y tanto dinero en nuestras contiendas políticas, en nuestras discordias civiles, en nuestras guerras con el extranjero, que, francamente, nos hemos quedado muy atrás en el terreno de la prosperidad y del bien de la Nación, y es necesario ganar este tiempo perdido si nos hemos de poner a la altura de los demás países.

Con la moderación en los gastos, con la justa distribución de los ingresos, podremos llegar a la nivelación de los unos y de los otros, hasta el punto de que no haya uno sólo de los gastos que no pueda sufragarse con los ingresos ordinarios y que resulte un margen capaz de contener todos los sacrificios que pueda exigir una abundante operación de crédito, que nos permita hacer en cinco, en diez, en quince años, aquellas obras que, fiadas a los recursos ordinarios, no las tendríamos concluidas en lo que resta de siglo, y eso que empieza ahora y con la cual podremos atender a las mayores necesidades del país, a nuestra agricultura o nuestra industria, a nuestro comercio, a la defensa por mar y tierra de nuestro territorio, y, en fin, a todo lo más importante para el mejor servicio del Estado; y, sobre todo, podremos salvar la distancia que hoy nos separa, en bienestar, de los demás pueblos de Europa. Y con eso también podremos atender a la solución del problema social, por lo menos en lo que al trabajo concierne.

Y aquí tropiezo con una cuestión que absorbe casi por completo la atención de los Gobiernos de todos los pueblos de Europa y de América, y que, naturalmente, había de absorber la atención del Gobierno español, como absorbe la atención de los señores Diputados. Me refiero a la cuestión social.

La lucha entre el capital y el trabajo puede ser la ruina de toda la riqueza de un país, y las huelgas, manifestación de esta lucha nocivas al obrero y nocivas al patrono aunque más nocivas al primero que al segundo porque éste tiene más medios de resistencia que aquél, están siendo objeto, en todas partes, de graves temores y son causa, en muchas, de conflictos y perturbaciones y de choques sangrientos. Pero no sólo son causa de gran desasosiego en todas partes, sino que pueden ser el obstáculo mayor al progreso de la vida de los pueblos, porque de continuar las huelgas como van, si no se pone pronto remedio, traerán irremisiblemente el retraimiento del capital, y al retraimiento del capital sucederá la paralización del trabajo, y sin capital ni trabajo no hay nada en el provenir más que la miseria y la ruina, aun para los pueblos hoy más prósperos y felices.

Es necesario evitar, de un lado la tiranía del patrono sobre el obrero y de otro lado, la coacción que, en nombre de las clases obreras, se trata de ejercer contra el derecho y hasta contra el decoro del patrono, a los cuales se les pide muchas veces, más que justicia, humillaciones. claro está que las sociedades obreras han de tener su amparo en las leyes, y lo tendrán en las que el Gobierno presentará a vuestra deliberación y que no han sido ya presentadas porque siendo incumbencia del Ministro de la Gobernación, al dejar su puesto la persona que lo desempeñaba, no ha podido quedar terminado aquel trabajo. Repito, pues, que en esas leyes han de encontrar los obreros amparo; pero también un límite jurídico que impida la coacción de la brutalidad de la fuerza, avasalladora antes por el número que por la razón.

Y a conseguir esto, a procurar relaciones de concordia entre el capital y el trabajo, a armonizar estas dos fuentes de vida y de progreso de los pueblos, a conseguir por medio de transacciones lo que se trata de alcanzar ahora por medio de estas huelgas nocivas al progreso, es a lo que principalmente se dirigirán los esfuerzos del gobierno, que cree han de tener éxito, si cuenta con la voluntad y sabiduría de las Cortes. (Muy bien, en la mayoría.)

Y voy ya, para adelantar, a la cuestión religiosa.

Yo siento hablar tan atropelladamente, pero tengo que hacerme cargo de la hora en que he empezado, del deseo de que este debate concluya pronto y de que el calor nos agobia. Así, lo que pierda en orden y método este mi discurso, o lo que quiera que sea, se ganará en brevedad, y creo que en claridad.

Se trata de la cuestión religiosa, y la cuestión religiosa necesita ante todo aclararse porque no concibo que haya un asunto más embrollado, tal como se plantea y se discute. Y cuidado que en mi entender no puede ser más claro; lo que hay es que no se quiere comprender porque cada cual quiere llevar las cosas al punto que le conviene y ponerlas en armonía con su manera de pensar, pero si sólo se tiene [727] en cuenta lo que hay escrito y lo que en nuestras leyes está consignado, no cabe la duda, en absoluto no hay posibilidad de dudar.

El estado de derecho de las Órdenes religiosas, que hasta de los nombres se ha querido sacar partido, porque ya, no sólo son Órdenes religiosas, asociaciones religiosas, sino que ya son, según el señor Silvela, institutos religiosos, y no sé qué denominación las ha dado el Sr. Romero Robledo? (El Sr. Romero Robledo: Las ha dado varias, según era ellas.) Pues la cuestión es bien sencilla; hay un Concordato; en el Concordato hay concordadas tres Órdenes religiosas, de las cuales no hay que hablar, están concordadas, merecen nuestro respeto y respetadas están; pero las demás no podrían vivir si no estuvieran dentro del derecho común. Esto es tan evidente, como que si no, no tendrían derecho ninguno a la existencia. Existe una ley que es de las leyes más claras, más terminantes, más decisivas, que no da lugar a duda ninguna, que no admite interpretación de ninguna clase, y esta ley es la de Asociaciones, que dice así: "Quedan sometidas a las disposiciones de esta ley las asociaciones para fines religiosos, políticos, científicos, etc." ¿Da esto lugar a alguna duda?. (El Sr. Romero Robledo: ¡Ya lo creo! A muchas.)

Pues vamos a ver si esto las ocasiona: "Se exceptúan de esta ley las asociaciones de la religión católica autorizadas en España por el Concordato." Estas me parece que son asociaciones religiosas, señor Romero Robledo. "Las demás asociaciones religiosas (es decir, las que no están concordadas) se regirán por esta ley, aunque deberán acomodarse en sus actos, las no católicas, a los límites señalados por el art. 11 de la Constitución." ¿Está claro? A mí, francamente me parece que insistir sobre esto es insistir en demostrar la luz del mediodía. (El Sr. Romero Robledo: Para S. S. esa es la luz del mediodía; para mí, está más claro que la luz del día, lo contrario.)

Pues oiga el Sr. Romero Robledo. El año 1887, cuando se hizo la ley de Asociaciones, S. S. era conservador, me parece. (El Sr. Romero Robledo: Creo que sí.- Risas.) Pues oiga S. S. al discutir la totalidad de la ley de Asociaciones, un individuo del partido conservador, en nombre del mismo, hizo estas declaraciones? (El Sr. Romero Robledo: Quizás no sería yo conservador entonces.) ¿No era S. S. conservador? (El Sr. Romero Robledo: ¿Era después de la muerte del Rey? Pues entonces no lo era.)

Pues en la sesión del 4 de Marzo de 1887? (El Sr. Romero Robledo: Eso es para el Sr. Silvela.) Espere S. S., que también hay para el Sr. Silvela y para S. S.; hay para los dos. En aquella sesión, dijo el Sr. Villaverde lo siguiente: "Cumpliendo el honroso encargo de mi partido, acudí al seno de la Comisión, a fin de pedir para la Iglesia el derecho común." Y la Comisión, en efecto, dio gusto al señor Villaverde y a su partido.

Y cuidado, Sres. Diputados, que yo en esto soy tanto más imparcial, como que yo no era partidario de esa ley, yo no era partidario de que las Órdenes religiosas se comprendieran en esta ley porque yo quería para ellas una ley especial, pero condicionada y limitada por las regalías de la Corona, que están consignadas en nuestro derecho. (El Sr. Romero Robledo: Y si lo quería, ¿por qué no lo quiere ahora?) ¿Y quién le dice a S. S. que no lo quiero? (Aplausos.) Lo que tiene es que esas cosas no se pueden hacer de repente; pero cuando haya tiempo y modo, yo iré por ese camino; y ya que S. S. me ha pedido franqueza y ha dicho que desea saber. Si yo puedo, haré una ley especial, pero limitada y condicionada con las regalías de la Corona que se van olvidando y que yo no las quiero olvidar nunca. (Muy bien, muy bien. El Sr. Romero Robledo: Yo no lo he entendido eso.- Rumores.) Si no puedo hacer esa ley, y mientras se hace someteré a las congregaciones religiosas a la ley que para ellas existe, y no hay para ellas más que dos fuentes de derecho: para las concordadas, el Concordato; para las otras, la ley de Asociaciones. (Muy bien.)

Yo sobre esto tenía mucho que decir, sobre todo en contestación al Sr. Silvela, a mi consocio, como le llama el Sr. Romero Robledo. (Risas.) Pero me parece a mí que yo no tengo relaciones de tan íntima amistad con mi consocio, como las que tiene S. S., porque a S. S. no se le cae de la boca el mi querido amigo, mi amigo particular, etc.; yo excuso muchas veces esos epítetos porque es amigo, pero un amigo como lo son muchos. (Risas.)

No quiero hablar más de la cuestión religiosa porque en mi concepto es tan clara, que todo lo que se diga sobre ella no servirá más que para embrollarla.

Y voy a hablar del regionalismo. Aquí se confunde la descentralización con el regionalismo, y es necesario que se establezca bien la línea divisoria entre una y otra, porque no tiene nada que ver la descentralización con el regionalismo.

Consiste la descentralización en que los organismos que constituyen la gobernación de un país marchen tan independientes como puedan el uno del otro, sin estorbarse en sus movimientos más que lo indispensable para que el organismo mayor no sufra en sus intereses y en sus atribuciones porque esto implicaría daño para los intereses y atribuciones de los otros. El Estado tiene intereses y atribuciones de que no puede prescindir sin daño de la sociedad, sin daño de la comunidad.

La justicia, la diplomacia, las fuerzas públicas de mar y tierra, la instrucción pública, las obras de carácter general, la estadística, la sanidad, los correos y telégrafos, el orden público, son atribuciones de las cuales no puede prescindir el Estado, el organismo mayor de los tres que constituyen la gobernación de un país. Pues fuera de eso, ¿qué es la descentralización? Dejar a los pueblos y a las provincias que se gobiernen a sí mismas, sin estorbar a ninguna de estas cosas, que son atributos esenciales del Estado. De manera, que las Diputaciones y los Ayuntamientos pueden entender en el examen de las actas de las elecciones de sus individuos, con todas las incidencias de incapacidades, de incompatibilidades, sin ulterior reclamación; pueden hacer sus presupuestos, pueden gastar sus arbitrios como lo tengan por conveniente, en la construcción de escuelas, en las dotaciones de los maestros y demás empleados, en los establecimientos de beneficencia, en carreteras, caminos y obras populares; en una palabra, en hacer todo aquello que no estorbe a las atribuciones y a las leyes generales del Estado. Esa es la descentralización absoluta. ¿Qué tiene que ver el regionalismo con esto? [728] El regionalismo es la absorción de la vida de varias provincias por una sola más privilegiada, es una nueva división territorial y política, en la cual, en lugar de hacer intervenir a la capital de la Monarquía en las capitales de las otras provincias, se someten algunas de éstas a otra, que quizás no sea merecedora de ello por su pasado y por su presente; es aflojar los lazos que a las provincias españolas unen con el Poder central, fomentando de esta manera la independencia, para después fomentar el separatismo; es, en una palabra, perturbar en absoluto todas las provincias y todos los pueblos de España, cuando más clama necesitan, y todo sin ventaja ninguna para la cuestión económica, que se puede resolver sin acudir a esos medios. (Aplausos.)

Pero, además, el regionalismo tiene una significación desde hace algún tiempo, que a mí, sólo la palabra, me subleva los sentimientos de español. (Muy bien.)

¡Regionalismo! Ya no es el regionalismo lo que antes significaba, ya no es una especie de escabel, no sólo para los que quieren lo que quiere el Sr. Pí y Margall, cuyas opiniones yo respeto, aunque me separa de ellas un abismo, y no quiero decir que me separa más que un abismo porque son opiniones de S. S., a quien estimo y a quien respeto extraordinariamente, pero ya no es sólo el escabel de los que pretenden el despedazamiento de nuestra querido Patria, sino que es el escabel de aquellos locos o malvados que pretenden renunciar a ella, separarse de ella. (Muy bien.)

Contra semejante tendencia, ya lo he dicho en otra ocasión, el partido liberal está dispuesto a luchar en todo momento, a todo trance, en todo instante, por todos los medios y con todas las armas de que pueda disponer. (Muy bien.- Aplausos), porque, de todos modos, hay que combatir en su origen esa malvada tendencia como único medio de conservar la vida y la integridad de la Patria, para que puedan conservarse los cimientos de nuestras libertades a tanta costa conquistadas, y pueda levantarse incólume el baluarte de nuestra santa independencia. (Muy bien.)

No, ya lo he dicho en otra ocasión? (El Sr. Pí y Margall: Recuerde S. S. a Cuba, cuando se trataba de hacer la guerra, y entonces verá si la Patria se compromete con las doctrinas mías o con las de S. S.) ¿Sabe S. S. por qué se perdió la isla de Cuba? Una de las causas fue la de que tenía una vida parecida a las federaciones que S. s. defiende, porque si hubiera estado más unida a la Patria no se hubiera perdido. (Muy bien.- Aplausos.)

Ya he dicho también en otra ocasión, que aquí no hay regiones, que no hay más que provincias, las cuales tienen toda la libertad y toda la autonomía necesarias para la administración de sus particulares intereses. (El Sr. Pí y Margall: ¿Qué son las regiones más que las antiguas provincias?- Rumores.)

El Gobierno presentará una ley Municipal y Provincial en que se devolverá a los Ayuntamientos y a las provincias todas sus facultades, y en que se les dará toda la descentralización que puedan necesitar, pero al mismo tiempo que el Gobierno está dispuesto a hacer eso, será inflexible contra los que con ese pretexto, o de cualquier otro modo, o por cualquiera otra forma, atenten contra la integridad de la Patria. (El Sr. Rusiñol: ¿Quién atenta contra ella? Si hay alguno que no lo pretenda, es enemigo nuestro antes que de nadie.)

Tanto mejor. Yo no sé los que atentan contra la integridad de la Patria, pero de que hay muchos que aparentemente lo manifiestan, no tengo duda ninguna. Su señoría, ¿viene ahora de Barcelona? (El Sr. Rusiñol: Sí, señor.)

No sé si estaría S. S. allí, cuando unos locos de otra región de España fueron a Barcelona, pero ¿qué hicieron esos individuos de aquella otra región de España y los de Barcelona?

¿A quién fueron a felicitar y a llevar el homenaje de una exposición? ¿Qué hicieron? ¿Lo sabe S. S.? (El Sr. Rusiñol: No tengo noticias de ello.) Pues yo si lo sé, y es muy raro que no sepa S. S. cosas que pasan en Barcelona, cuando las sabe todo el mundo.

Pues bien; el Gobierno piensa ser inflexible, hasta el punto de que si en nuestros Códigos no estuviera bien definido ese horrendo delito, y no estuviera debidamente castigado, sin duda porque los legisladores españoles no pudieron jamás, jamás, suponer que hubiera españoles capaces de cometerlo, ¡ah! el Gobierno propondría el complemento que creyese necesario para suplir esta deficiencia. (Muy bien. Aplausos.) Y, entre tanto, las ideas de libertad en que el Gobierno se inspira no han de ser obstáculo para desplegar todo el rigor del derecho contra los que atentan a semejante cosa, porque para defender la integridad de la Patria, el Gobierno apelará sin vacilaciones al fuero de la justicia y al venerando empeño de la fuerza. (Muy bien.)

Yo quisiera tener más tiempo y más fuerzas para ocuparme un poco de los discursos aquí pronunciados, particularmente de la hermosísima oración del Sr. Canalejas, con la que en su mayor parte estoy conforme, disintiendo tan sólo en algún pequeñísimo punto, y estando convencido de que si siguiéramos discutiendo, habríamos de venir a ponernos de completo acuerdo; pero, en fin, el Sr. Canalejas y todos los demás oradores que han tomado parte en este debate, me dispensarán en gracia a la molestia de que les libro dando fin a este discurso. (Grandes aplausos.)



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